Y de postre, tronco de navidad


Los comensales, por razones que huían a mí entendimiento, preferían apiñarse sobre el suelo del salón contiguo.
De nuevo había pasado un año, pero esta vez, no estaríamos solos.
En el centro, triunfal y humeante, resplandecía la sopera con el cocido de navidad, manjar predilecto del dueño de la casa y, a su lado, reposaba la bandeja honda con tapa de cristal que mostraba un pavo relleno de foie con guarnición de castañas y frutos secos, tentación para el paladar de los más exigentes. Dos pasteles rellenos de marisco y cuatro pequeños cuencos con delicias al hojaldre remataban la presentación.
Latían voces nuevas en la casa y estaba ansiosa por conocerles.
Una a una, las espaldas agachadas se levantaron y hubo abrazos y besos. Decidí acercarme discretamente tras quitar el freno de las dos ruedas que me sujetaban.

Desde la puerta, vi que el dueño agradecía a los presentes su pronta reacción y, aunque su blanquecina cara parecía retornar del inframundo, esbozó una sonrisa que iluminó la estancia. Dos hombres lo sentaron en el sillón y, recuperado de su vahído, apremió a sus invitados para que degustaran la cena del servicio de catering. Perplejos miraron mi nueva ubicación.

El dueño se acercó y, posando su mano sobre mi pulida madera, dijo: “No os asustéis hijos, en su corazón de roble late tanto amor por mí que, a veces, creo que es vuestra madre”.

Un niño acercó su mejilla a una de mis esquinas y susurró: “Me alegro de conocerte yaya”.

 
 

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