Aquella mañana me pasé por la
oficina a primera hora para evitar patéticas despedidas de compañeros que, en
el fondo, se alegraban enormemente de perderme de vista. Dejé mis llaves y mi
identificación en el buzón de recursos humanos. Olvidé hacerlo el día antes y nadie
se dio cuenta.
Reducción de plantilla. Una
ruleta rusa que apuntó erróneamente hacia mí. Pura matemática. Sobraba uno. ¿Yo?
Mientras recogía mis caramelos de
menta, Jaime dejó su café en la mesa contigua y musitó un saludo legañoso que
me indignó. Si me hubiese visto muerto, ni se hubiese inmutado. ¡Cómo podía
aquel ser inerte mantener su puesto!
Un abrecartas afilado lo puso en
el lugar que se merecía.
La policía entrevistó a todos los
trabajadores y no encontró ninguna pista.
Al día siguiente, mientras tomaba
una cerveza en el sofá, llamaron para rogarme que me incorporara de nuevo al
trabajo.
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