Mi propio Empire State


Asomé la cabeza por la ventana para empaparme del olor a vacaciones, pero únicamente logré un revestimiento pegajoso y abrasador  que brotó por todos mis poros. Cerré herméticamente y me senté en el minúsculo escritorio de mi habitación con vistas. El climatizador me proporcionó un frescor siberiano que disipó esa segunda capa que había cubierto mi cuerpo y me concedí la licencia de contemplar relajadamente el vasto azul exultante que se burlaba de mí al otro lado del cristal. Cielo y mar fundidos en un abrazo hipnotizaron mi mente. 

Alguien llamó a la puerta y mi hechizo se rompió en pedazos.

─¿Sí?

─Un paquete para usted, Señor.

 Abrí la puerta y un inexpresivo empleado me entregó algo envuelto en papel de estraza. Sonreí sin ganas al recogerlo y lo dejé sobre la mesilla de noche, sin prestarle atención.

 Ante los rugidos de mi barriga, tuve que bajar al comedor porque no había servicio de habitaciones. No probaba bocado desde las cuatro de la mañana y, tras mil kilómetros de carretera, necesitaba cubrir mis necesidades básicas. En una mesa apartada, comí una ensalada  y un trozo de sandía.

 Claramente, el cambio de aires propuesto por mi editor no era más que un puntapié en el trasero. ¿Qué hacía yo en aquel hotel de playa? ¿Para qué había recorrido medio mapa? Seguramente, no quería escuchar la insolente vocecilla de mi cabeza que repetía incesante que debía superar mis problemas emocionales.

Dejé la cartera sobre la mesilla y cogí el paquete olvidado. Un sobre  blanco asomaba entre los pliegues del envoltorio. Un calor electrizante incendió mis ojos al leer el nombre del remitente.

¿¡Laura!?

Me citaba a las diez de la noche en la piscina descubierta del hotel y solicitaba que llevara puesta la corbata que contenía el paquete. Igual a la que me regaló dos años antes en Florencia, en nuestro viaje de novios, con el Ponte Vecchio moteado sobre su seda azul. Nuestro matrimonio duró exactamente dos días. Su abogado tramitó diligentemente el divorcio, mi editor sufragó los gastos de mi terapia y mi vena literaria tomó vacaciones indefinidas.

 Un tropel de fantasmas se apoderó de mí aquella tarde. Desconcierto, tensión, miedo, duda. Estuve varias horas sentado al borde de la cama, librando una batalla interna en la que yo era el único vencido. A las nueve, decidí que debía afrontar aquella desagradable broma.

 Un cielo estrellado iluminaba el agua de la piscina y varios focos a media luz se distribuían uniformemente entre los setos del vallado. Mi corazón latía desbocado, pero una coraza de acero fundido me mantenía a salvo. Alguien atravesó la puerta a lo lejos. Era Laura. Tan bella como siempre.

Su lento caminar acrecentaba mi desesperación. Sus deportivas parecían retroceder cada vez que avanzaban. Me vi obligado a recortar distancias. Paré a un metro de ella. Noté que me derretía por dentro y mi coraza empezaba a fundirse. Sus ojos decían «Te quiero». Los míos… No hay suficientes palabras.

 Una fría voz emergió de su boca mientras me saludaba estática sobre la baldosa del suelo. Le devolví un saludo recién salido del iglú en el que acababa de esconderme.

─¿No te has puesto la corbata?

─No. Me trae malos recuerdos.

Insistí en sentarme en uno de los bancos de forja que había junto al seto. No pareció hacerle gracia, pero accedió. Tres metros eternos. Me senté recostado, cruzando las piernas y con la mirada esquiva, intentando mostrar con ello mi total falta de interés por aquel encuentro.

 ─Quiero pedirte perdón, por dejarte plantado en Florencia, sin darte explicación alguna. Perdóname, por no dar la cara, por decidir que no quería verte y por pedirte, sin más, el divorcio ─paró un instante, respiró hondo y prosiguió─. Sé que no puedo reparar el daño que te he causado, pero estoy aquí para darte explicaciones. Deseo que seas feliz, que vuelvas a crear historias, que inventes nuevos personajes y que encuentres el Amor.

Sus ojos llorosos me derrotaron. A duras penas podía contenerme. Quise preguntarle cómo estaba, si tenía pareja o quizás algún hijo. No fui capaz. Mi orgullo me lo impedía.

 ─Tranquila, estás perdonada. No te guardo rencor. Tengo en mente miles de historias. No quiero tus explicaciones. Gracias de todos modos.

Me levanté al instante y mis pies se apresuraron en salir escopetados de allí.

Al día siguiente, bajé a Recepción y pedí la cuenta. No había desayunado. Tampoco cené la noche anterior.

─¿Pero…? ¡No puede dejarnos tan pronto! Su cuenta está pagada durante siete días ─me aclaró cortésmente aquel joven.

─Lo siento, otra vez será. El trabajo, ya se sabe.

─En ese caso, permítame que le entregue un obsequio del Hotel. Vuelva a visitarnos pronto.

Recibí la caja y me fui pensando, por un lado, cómo agradecer a mi editor que hubiese pagado la cuenta y, por otro, cómo explicarle porqué me había marchado tan rápido.

 Sentado en el coche, un rugido de intestinos me recordó que debía comer algo. Observé la caja. Seguro que eran caramelos o bombones. Cuando la abrí comprobé complacido que era un surtido de bombones envueltos en papel con el logotipo de la cadena hotelera. Una tarjeta de cortesía estaba pegada en la solapa. La directora, Laura Vallés, me deseaba un buen viaje. ¿Laura? ¡Menuda encerrona de mi editor! Le iba a cantar las cuarenta a mi regreso.

Una furgoneta del Hotel paró justo enfrente de la puerta principal. Me obstaculizaba el paso. Preferí esperar a que se fuera. La rabia acampaba a sus anchas  por mi cuerpo. Vi bajar a alguien, supuestamente un empleado, y abrió la puerta trasera del vehículo. Traía un inválido. La espalda de una mujer de media melena asomaba en la silla de ruedas. En una maniobra de la silla, comprobé que no tenía piernas. Al girar la cabeza para hablar con su acompañante, contemplé perplejo que era Laura. Entró en el Hotel por sí misma, por una puerta separada de la principal.  

 Yo, decidí salir en busca de la verdad.

 ─Perdone, ¿Puedo hablar con la directora del hotel?

─¡Claro! Un momento. Preguntaré si puede atenderle.

─Acláreme algo antes, por favor. Me ha parecido verla entrar en una silla de ruedas. ¿Es posible?

─Sí Señor. La señorita Laura perdió sus piernas en un accidente de tráfico, hace dos años, pero se maneja muy bien con las piernas ortopédicas.

─¿En Florencia?

─¿Cómo dice?

─Sí ─respondió Laura, que apareció de la nada.

Me acerqué corriendo hacia ella y la abracé con la fragilidad que se toca una pieza de cristal tallado. Le di mil besos. No podía contenerme. Ella respondió del mismo modo. Y allí, ambos de pie, yo sobre mis piernas originales y ella sobre sus segundas piernas, nos confesamos aquel amor traicionado por la tragedia y reforzado por el recuerdo.

 ¿Cary Grant y Deborah Kerr? No. Nuestro final feliz no era una película.