Escondida debajo de mi almohada,
espero impaciente el día de los Reyes Magos. No puedo dormir. El pie de mi árbol de Navidad está más pelado que nunca. Este año no hemos puesto el nacimiento porque las figuritas de barro se rompieron el año pasado. Les cayó una silla encima y las rompió en mil pedazos. Mi
madre dijo que compraríamos otras, pero no lo ha hecho. Yo había pintado un
nacimiento en una hoja de papel y lo había dejado apoyado en la pared, junto al
árbol, pero mi hermano se ha encargado de hacer un avión con mi dibujo y le ha
prendido fuego después. Temo que este año no aparezcan esos regalos mágicos que
tanto deseo. La muñeca que habla y hace pipí, la casita de tela para esconderme
dentro y el osito que cuenta cuentos maravillosos. Sólo tengo siete años, supongo
que Gaspar se acordará de mí.
Sin pegar ojo y atenta a los ruidos de la casa, me he puesto a recordar cómo han transcurrido
estas fiestas navideñas. Hemos pasado la Nochebuena y la Navidad con mis tíos,
mis primos y mis abuelos, en Jaén. Guardo un bello recuerdo de aquellos días.
Siempre junto a la mesa, comiendo y cantando. Me encantan los adornos que mi abuela tiene colgados por su casa: las campanillas, los
muñecos de nieve, las bolas de colores, las guirnaldas doradas y plateadas, los
angelitos de porcelana y de cristal, las estrellas de Navidad,… ¡Nuestra casa
parece tan triste en comparación! Al regresar a Madrid, recibimos la Nochevieja
con un resfriado. Mi madre dijo que dejaríamos las celebraciones
para el Roscón. Y, así ha sido.
Esta noche, para la cena del
Roscón, mi madre ha cocinado pollo con nueces y ciruelas pasas, y todos le hemos
dicho que tenía un sabor delicioso. Yo me he dejado las nueces y las ciruelas,
pero el pollo estaba riquísimo. Mi amiga Marta dice que su familia lo celebra en un
restaurante y toman varios platos y postre y acaba tan llena que le entran
ganas de vomitar. Yo creo que le gusta comer demasiado y por eso le pasa lo que
le pasa.
De postre, mi padre ha sacado la caja de polvorones. La tenía
escondida detrás del televisor desde hacía un mes, pero todos fingíamos que no
la veíamos. Cuando los ha puesto sobre la mesa, hemos aplaudido con cara de
sorpresa. Ha dicho que tocábamos a tres cada uno y que no valía repetir el
sabor. Así, los probaríamos todos. Cuando mi hermano ha preguntado por el Roscón, le ha dicho que se había olvidado de
comprarlo y ha puesto cara de pena. Y luego, cuando le ha preguntado por el
turrón, parecía que iba a ponerse muy serio pero, de repente, le ha entrado la
risa tonta y todos nos hemos puesto a reír. No sé por qué, ha dicho que este año los
turrones engordan más que nunca y no estaba dispuesto a que perdiésemos nuestra
esbelta figura. Lo dirá por nosotros, porque él tiene una barriga que muy esbelta no es.
He echado de menos los turrones.
A mí me gusta mucho el de chocolate aunque siempre acabe manchándome y me riña
mamá. A mi hermano le encanta el de Alicante porque es duro y puede partirlo sobre
mi cabeza. Sabe que me chincha que haga
eso y cuando menos se lo espera, le rompo
otro trozo en su cabeza y hacemos las paces. En cambio, a mis padres les encanta
el de Jijona, tan blandito y tan empalagoso que se ponen cariñosones. No sé por
qué se ha empeñado mi padre en que guardemos la línea este año con lo bien que
lo pasamos cuando comemos turrón.
Acabo de oír un ruido, alguien ha
abierto la ventana del comedor. Dicen que los Reyes Magos entran por cualquier
puerta o ventana y que sus camellos esperan en la calle o el balcón. En mi caso,
deben esperar sobre una alfombra mágica, porque yo no tengo balcón. Tengo ganas
de levantarme para mirar, me gustaría ver si es Gaspar. Pero sé que no debo
levantarme porque si lo hago desaparece la magia y me quedaré sin regalos.
Traje unas algarrobas de Jaén para los camellos y las dejé en el macetero vacío
que tiene mi madre en la ventana, para que coman los pobres mientras esperan que
sus majestades de Oriente terminen con el reparto.
Mi hermano, tiene dos años más
que yo, pero no es más que un ignorante. El pobre cree que los Reyes no existen
y son los padres los que compran los regalos y los ponen en el árbol, junto al
nacimiento. Y me ha dicho que este año
no tendremos regalos porque papá se ha quedado sin trabajo. Se cree que yo me
chupo el dedo. Yo sé que no pueden ser mis padres porque no tienen dinero para comprar
regalos y por eso, precisamente, son los Reyes Magos los que dejan los regalos
a los niños que nos portamos bien.
Pensándolo bien, creo que he sido
egoísta pidiendo a Gaspar la muñeca, la casita y el osito. ¿Aún estoy a tiempo
de cambiar mi carta, Gaspar? Perdona que te avise con tan poco tiempo, pero prefiero
borrar lo que te había pedido y pedirte que traigas un trabajo para papá. Creo
que con ese regalo, todos seremos más felices. Seguro que Marta, me dejará
jugar con sus muñecas, su casita y su osito cuando vaya a jugar a su casa.
Otra vez la ventana. Seguro que
Gaspar me ha oído y se ha ido pronto porque me ha hecho caso.
El pesado de mi hermano ha venido
a despertarme. Dice que no hay regalos en el árbol pero yo estoy muy contenta
aunque él no pueda entenderlo. Le digo que cambié mi carta en el último momento
y sólo pedí un trabajo para papá. Me acerco al salón y mi madre tiene un
paquete para cada uno. Nos dice que este año es un año difícil para todo el
mundo y que sólo nos han dejado unos calcetines. Yo le doy un beso gordo en la
mejilla con la cara sonriente. Luego le doy otro a papá y le digo que este año
tendremos el mejor de todos los regalos. Me abraza fuerte y sale a la calle
para respirar el aire fresco de la mañana.
Mi hermano se pone a cortar tiras
en un periódico viejo. Dice que vamos a llenar la casa de guirnaldas. Río como
una loca dispuesta a ponerme manos a la
obra pero, antes, doy una ojeada al macetero de la ventana. Las algarrobas no
están. Sé que mi carta no ha caído en saco roto.