Es
la noche de Todos los Santos. Al fondo, una oscuridad férrea adobada
con un hedor insoportable, espera al acecho.
─¡Joder tío,
cógele mejor los pies, que se me está cayendo!
─¡No me toques
los cojones! Déjate de mariconadas y agárralo bien por los sobacos.
─Vale, macho. No
se te puede decir nada.
El paquete
transportado pesa unos ochenta kilos, presenta dos orificios de bala
a la altura del corazón y unas córneas vacías rellenadas con
barro. El jefe cree que los muertos pueden vernos desde el más allá.
Prefiere zanjar el tema así, por si las moscas.
Lo trasladan al
vertedero de Mora. Allí, le han dado viaje a más de un indeseable.
Éste, ha recibido su billete en el despacho del mandamás.
─A la de tres.
Una, dos y… tres.
─¡Hala! Vámonos
de aquí, que esta peste no se puede aguantar.
En la carretera, el
recorte de unas sombras humanas aparece de la nada.
─¡Mierda!
¿Quiénes son esos?
─Aquí, tras estos
bidones. Esperemos que se vayan.
─Mal rollo.
Se acercan
lentamente. Cuando están a pocos metros, pueden ver sus rostros.
Son cinco hombres de mirada gatuna que centran su atención en los
bidones.
En ningún momento
han reparado en su ropa ni en las filas de gusanos que corretean por
ella. Sólo el diente de oro del Pecas, al apoyar su osamenta sobre
la tapa de uno de los bidones, les mete el miedo en el cuerpo.
─Este año nos
toca banquete de cerdo ibérico, muchachos. A por ellos. Que no
decaiga la fiesta.