La cadencia de sus pasos era diferente, al fin le estaba haciendo efecto aquel régimen milagroso que había comenzado meses atrás. Más que un oso parecía una gacela.
La pintura resquebrajada del techo había dejado de caer sobre mi plato de sopa y el ensordecedor ruido de su vieja mecedora por fin había enmudecido. Todos los días, el agónico grito de la madera de ese pobre balancín atravesaba las bovedillas y como si fuese una barrena de alta velocidad, anidaba en lo más profundo de mi cabeza, escupiendo materia gris por todas las paredes. ¡Hartito me tenía ya el dichoso ruido!
El día que me enteré que la del cuarto estaba adelgazando, lo celebré tomándome un rebujito en la ventana de mi cocina. El aire me pareció más fresco y el sol se me antojó de un amarillo más intenso.
Es lo que tiene vivir en un piso de dimensiones exiguas y medianeras de pladur, que se oye hasta el vuelo de las moscas y los tacones de tus vecinos parecen apisonadoras.
Mi hogar volvió a ser un remanso de paz y pude realizar mi trabajo de teleoperador con total dedicación y cortesía.
Tras meses de sosegada calma, unos nudillos golpearon la puerta de mi casa. La vida de un solitario como yo, pocas veces se ve interrumpida, pero esa me sorprendió con creces. Una nota bajo la puerta, me anunciaba que había sido elegido nuevo Presidente de la Comunidad. A las catorce horas había Junta y tenía la obligación de asistir. Finalmente, tendría que verles las caras.