A cuestas con la vida

Miró el reloj, faltaba poco para que sonara. Otro día más en su anodina vida, un suma y sigue que nunca cesaba. Nada en su insulsa existencia merecía la pena. Se sentía como una lombriz bajo tierra, asomando su cabeza raras veces sobre la superficie. Casa, trabajo, trabajo, casa, casa, trabajo, trabajo, casa.

           Se quedó solo hacía años, cuando su madre falleció de una pulmonía. Nunca se preocupó por encontrar pareja, pensó que no la encontraría. Ahora, se arrepentía de no haber intentado esa búsqueda durante sus años de juventud. A sus cincuenta años, obeso, canoso y feo, se sentía viejo, sin ganas de nada, cansado de vivir.

           Sus compañeros de trabajo se pasaban el día hablando de cualquier cosa, sus salidas de fin de semana, sus vacaciones, sus peleas con los hijos, la eterna guerra con el fútbol... incluso se enzarzaban, en ocasiones, a discutir sobre política. Manuel siempre era un mero observador. No encontraba nada en su vida digno de contar. ¿Qué podía contar él si con sus ciento treinta kilos no podía ni subir a la escalera para compartir la conversación, cara a cara, con ellos? Llevaba tiempo relegado a trabajos secundarios, incluso pensaba que su jefe le había encomendado aquellas tareas porque sentía pena por él.

           Aquella mañana le ocurrió algo inesperado, al salir de su portal, tropezó sin querer con una mujer que miraba despistada dentro de su monedero. Las monedas saltaron por el aire, tuvo que ayudarla a recogerlas y se disculpó con ella por tan infortunado incidente. Pero, lejos de enfadarse con él, comenzó a reirse cogiéndose la barriga.

          ─Ay, ay, pero hombre ¿Cómo se disculpa? Si la culpa es mía, por andar buscando las monedas para el café antes de llegar a la cafetería. No se preocupe, que no me he caído yo, el que se ha caído es el monedero. Y ya ve, llevaba solo calderilla.
           ─Lo lamento muchísimo, he salido sin mirar.¿Le he hecho daño? ¿Seguro que lo tiene todo?
           ─No me ha hecho ningún daño. Sí, ciento tres pesetas en monedas, exacto ─dijo volviendo a meter sus ojos en el fondo del monedero─ Mire, como me ha caído usted bien, si quiere, le invito a un café. No se preocupe, en la cartera llevo un billete de cien. Un día es un día. ¿Qué le parece? 

           Manuel estaba perplejo, era la primera vez que alguien le invitaba a algo. No podía rechazarlo. Aún quedaba una hora para empezar su jornada, por un día que llegase puntual, no pasaría nada. Se fijó en ella, aún no la había visto bien. Tenía unos ojos chispeantes que irradiaban felicidad  y embellecían aquella cara redondeada que le miraba. ¿Eran verdosos o eran pardos? Se fijo en su cuerpo. También estaba bien entrada en kilos, seguramente rozaría los cien, pero los llevaba muy bien, sabía elegir bien la ropa. Se presentó como María, le dio la mano. ¡Qué piel tan suave! Un poco sudada, quizás. ¿Por qué la veía tan feliz y él no podía sentir lo mismo? Tenían el mismo problema con los kilos.

           ─¡Vamos! Es la cafetería de la esquina. Hacen un café estupendo. Prefiero tomarlo aquí, el del trabajo es un asco. Esas máquinas que nos ponen dan un café que sabe a rayos y centellas.
           ─¿Trabaja por aquí cerca? Si no le molesta que se lo pregunte ─se excusó Manuel.
           ─Mira Manuel, hablame de tú, no me hagas más vieja de lo que soy.
           ─No, por favor, no me mal interpretes, era simplemente por educación. Te tutearé, no me pareces vieja en absoluto.
           ─Bien, pues sí, trabajo dos calles más arriba, en la plaza Alfonso XIII, soy modelo de catálogo de ropa XL ─le entró la risa al ver su cara de asombro y se la contagió─ Sí, tonto, no te rías, que tú también podrías ser modelo XL.
           ─No, no, no me estoy burlando, no ─dejó de reirse en el acto─. Me has contagiado con tu risa. Me parece un trabajo muy digno. Yo no podría hacerlo porque, entre otras cosas, soy demasiado feo, en cambio tú, eres muy guapa.
           ─Ya sé que no te burlabas, hombre. Gracias por el piropo. Sí, el trabajo está bien, es limpio, no te cansas, te dan ropa que te sienta muy bien. En fín... que te puedo contar. Y tú, ¿Trabajas cerca de aquí?
           ─Sí, en la misma plaza que tú. Bueno, allí están las oficinas, luego nos mandan de aquí para allá. Soy electricista, bueno, ahora, más bien, conductor y ayudante de mis compañeros. Hace tiempo que no puedo subir a una escalera. Con mis kilos, ya ves. Mi jefe es un trozo de pan, por eso sigo ahí. Si no fuese por él, estaría en la cola del INEM, viéndolas venir.
           ─Hace un par de meses que vivo aquí, abrieron las  nuevas oficinas y me resultaba más barato pagar un alquiler que pagar los billetes de avión. Soy de  Barcelona. Siempre andamos liados con algún catálogo de ropa. ¿Tú eres de aquí?
           ─Sí, toda mi vida he vivido aquí, en el portal donde hemos tropezado. Este café es buenísimo, tenías razón.
           ─Yo vivo sola, aún no conozco a nadie por aquí, ¿Y tú?
           ─Sí, también vivo solo y no creas que conozco a mucha más gente que tú.
           ─Yo entro a las ocho y media ¿A qué hora empiezas tú?
           ─A la misma hora.
           ─¿Qué te parece si tomamos café juntos aquí todos los días?
           ─Bien, por mí no hay problema. Me gusta el café y me gusta tu compañía ─igual estaba arriesgando mucho diciéndole eso, pero...
           ─Vamos, pues ─se acercó a la barra y le pagó los dos cafés al camarero─ Nos vemos mañana aquí, sobre las ocho. ¡Qué tengas un buen día Manuel!
           ─Igualmente, María.

           Entró sonriente por la puerta y saludó animoso a sus compañeros. No tardaron en preguntar a qué se debía su semblante iluminado. Les contestó que había encontrado a la mujer de su vida. Aquella mañana fue él quien llevó el peso de la conversación. Sus días tenían otro sabor. Casa, café con María, trabajo, trabajo, café con María, casa.




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