Un sueño intergaláctico

Sobresaltada, dio un paso hacia atrás al notar aquel fluido espeso en el que había metido su pie. No veía nada extraño, pero sabía que había tropezado con algo. Movió sus brazos en el aire para asegurarse de que no existía nada raro a su alrededor y dio un paso al frente nuevamente. Bastó una fracción de segundo para estar dentro de esa atmósfera. Podía respirar pero el aire era distinto, más denso. Sentía que se encontraba dentro de un flan de gelatina transparente. Quiso retroceder nuevamente un paso, creyendo esperanzada que saldría de aquel lugar, pero no tuvo suerte. Comenzó a correr, variando la dirección, creyendo que finalmente encontraría la salida de aquella atmósfera que la oprimía. Media hora después se sentó en el bordillo de una acera, se quedó sin fuerzas. Desorientada, cayó en la cuenta de que no había visto a ningún ser humano en ninguna de las calles por las que había estado corriendo. Aquel lugar que parecía idéntico a su ciudad, de repente se le antojó totalmente diferente. Ni tan siquiera la calle en la que se encontraba en ese momento le resultaba conocida. El sudor corría por su frente, lo tocó, seguía siendo líquido. Un miedo incontrolado se apoderó de ella y le puso los pelos de punta. Tenía frío y comenzaba a tiritar. ¿Y si llamara a una puerta? Llamó a la primera que encontró, pero la fuerza de su puño la arrastró hacia el interior. ¿Había atravesado la puerta? Pensó que era una casa normal, como la suya, un recibidor, una sala de estar, un comedor, una cocina, un baño y dos habitaciones. Se apoyó en una de las paredes y fue engullida por ella, por lo que acabó cayendo  en el suelo de la estancia contigua. Comprobó que todo allí, excepto el suelo, era gelatinoso. La materia no tenía cosistencia, aunque guardaba un parecido asombroso con el mundo real que ella conocía. ¿Por qué estaba allí?

           ─¿Quién eres tú? ¿Quién te ha dado permiso para entrar? ─le preguntó una señora bastante enfandada que llevaba una cebolla en una mano y un cuchillo en la otra.

           Tragó saliva y contestó.

           ─Lo siento señora, no sé cómo he llegado hasta aquí, no sé qué hago aquí ─le contestó, mientras un reguero de lágrimas inundaba sus mejillas.
           ─Oh, lo siento cariño, no te asustes, no voy a hacerte nada ─soltó el cuchillo y la cebolla y se acercó hacia ella─. Dime qué haces aquí ¿Te has escapado? Ya sabes que eso está prohibido. Los guardias no tardarán en encontrarte, debes volver a la casa madre. ¡Tranquila! ─susurró suavemente en su oído─. Ya eres mayorcita, te queda poco para salir y tener tu sitio asignado. No te preocupes, conozco a uno de los vigilantes de la entrada, él te dejará entrar sin pedirte explicaciones. Pero debemos darnos prisa, son casi las dos de mediodía, y notarán rápidamente que no estás en tu nido.
           ─Pero...
           ─Silencio, no quiero que te oigan los vecinos, eso me traería problemas. Vamos, ven conmigo.

           Se dejó llevar hacia un vehículo extraño, se sentó con miedo a ser tragada por la materia pero, aquel material era consistente. Aquella señora se sentó a su lado. Parecía teclear algo en un panel que ella no veía. De vez en cuando, se giraba para mirarla con cara de pena y emitía un pequeño suspiro.

           ─Bien, ya estamos, abre la puerta y baja con cuidado. Ahora no veo a nadie.

           No entendía nada, no se habían movido de aquel lugar y le pedía que bajase. ¿Y si esa mujer estaba loca? Sin rechistar, abrió la puerta de aquel supuesto vehículo y comprobó que estaban en una calle llena de edificios de fachadas grises, sin ventanas, cuya monotonía era rota, de vez en cuando, por puertas negras de idénticas dimensiones. Aquello empezaba a convertirse en una pesadilla.

           ─No pienso ir con usted, yo no pertenezco a este mundo. No sé dónde estoy ni cómo he llegado aquí. Tampoco comprendo qué sentido tiene que exista un mundo como éste, donde los niños deben permanecer en un nido, vigilados, antes de formar parte de una sociedad como la suya. En mi mundo, los niños viven con sus familias, van al colegio, tienen amigos y juegan, ríen cuando algo les divierte y lloran cuando algo les apena. Son parte de la sociedad desde su primer día de vida hasta el último.
           ─No entiendo tus palabras, no sé quién eres, pero será mejor que regreses a tu mundo cuanto antes. Debe ser bonito vivir en tu mundo. Aquí, hasta los quince años, estás recluido en el nido, alimentando tu cerebro y aprendiendo tu oficio. Por eso, al verte, pensé que te habías escapado antes de estar preparada del todo. Por lo que veo, debes tener trece o catorce años ¿no?
           ─Tengo catorce. Necesito que alguien me ayude a regresar a mi mundo. Estoy segura de que mis padres han empezado a preocuparse. Ya debería estar en casa.
           ─En el nido nos contaban historias de otros mundos, nos hablaban de esa figura llamada padre y de su influencia en el carácter de sus hijos. Por ello, los altos mandatarios decidieron omitir esa figura, de ese modo, cada ser tiene su propio carácter, sin influencias externas de ningún tipo.
           ─¿Está segura de que nadie ha influido en la formación de su carácter? Permítame que lo dude.
           ─Sabemos que todos los mundos tienen defectos, el nuestro también. ¿Cuál es tu mundo?
           ─La Tierra.
           ─Sí, he oído hablar de ella. Es uno de los mundos que más me gustan. Pasamos cerca de la Tierra en algunas ocasiones, cuando nuestras galaxias quedan intersectadas en un punto y por un momento algun planeta de esta galaxia coincide con algun planeta de la vuestra. Quizás sea así como has aparecido en nuestro mundo. Sube al vehículo, te llevaré a casa de Doo, él ha continuado estudiando los universos y conoce más sobre esta materia que yo. 

           Sin darse cuenta llegaron a la casa de ese tal Doo. Bajaron del vehículo, y esa señora le cogió de la mano y le pidió que la siguiera. Su tacto era distinto al de la piel humana. Tiraba con fuerza de ella, pero su masa era diferente. ¿De qué estarían hechos?, se preguntaba.

           ─Doo, baja, quiero presentarte a alguien ─vociferó a los pies de una escalera.
           ─Hola Maa, ¿qué te trae por aquí? Te hacía preparando la comida para los gobernautas.
           ─Esto es una emergencia Doo. Te presento a.... ─dijo Maa mirando a la joven y esperando su respuesta.
           ─María
          ─Eso, María. No sabe cómo ha entrado en nuestro mundo. Es de la Tierra ─la emoción que acompañaba su voz al hablar, quedó rematada con una sonrisa al ver la cara de sorpresa de Doo.
           ─Pero... eso, en teoría, no es posible. Eran sólo hipótesis.
           ─Lo siento señor, yo no quería irrumpir así en su mundo, le aseguro que preferiría estar en el mío.
           ─Claro que sí, ya lo imagino señorita. Si por mi fuera le haría miles de preguntas, pero supongo que no hay tiempo para eso ¿verdad?
           ─Verdad.
           ─Veamos, ¿dónde habré dejado mis apuntes sobre investigación interestelar? Ah! Ya lo recuerdo.

           María y Maa esperaron calladas observando cómo rebuscaba entre las montañas de papeles de aquel lugar.
           Finalmente Doo encontró lo que buscaba.

           ─Eureka, lo encontré. Este texto fue escrito por una persona como tú ─ante el asombro de Maa y la inexpresividad del rostro de María, decidió explicarse mejor─. Sí, he dicho persona. Nosotros no somos personas, somos mudis ¿comprendes? ─dijo sonriente mirando a María.
           ─¿Me está diciendo que otra persona ha estado aquí antes que yo?
           ─Exacto, hace exactamente.... dos mil años.
           ─¿Qué? Hace dos mil años la gente viviría en chozas, cultivaría tierras y criaría el ganado. ¿Cómo puede ayudarme eso a mí?
           ─María, no sé qué te han contado de la historia de tus antepasados pero te diré que estás equivocada. La persona que estuvo aquí era un varón de treinta y tres años, conocía la tecnología más avanzada y nos enseñó cosas que nosotros desconocíamos. Pudo regresar a la Tierra realizando una llamada de teléfono.
           ─¿Teléfono?¿Hace dos mil años? No tengo humor para chistes, por favor.
           ─Es más, lo dejó a mis antepasados y yo aún lo conservo. ¿Quieres verlo?

           Si todo estaba ya perdido, nada peor podía pasarle. Asintió. Sacó una pequeña caja de un armario. Al verla, María pensó que no podía contener un teléfono de esos que alguna vez había visto en las exposiciones de antigüedades, ya que era demasiado pequeña, como mucho podía contener un móvil de esos modernos de última generación que tenían sus amigas. Al pensarlo, se le escapó una risa.

           ─¿Ocurre algo? ─le preguntó Maa.
           ─No, es que imaginaba que sería una caja más grande. Ahí, como mucho, cabe un móvil y, en aquella época, no creo que existiesen.
           ─Te repito que estás equivocada muchachita ─dijo indignado Doo.

           Efectivamente sacó un móvil de la cajita y María quedó estupefacta. Doo, con el ceño un poco fruncido, continuó con las explicaciones sobre lo que debía hacer.

           ─María, las instrucciones son sencillas. Este móvil fue dejado aquí voluntariamente por aquella persona, para evitar problemas si alguien de la Tierra aparecía perdido por aquí. Debes pulsar una vez aquí ─le señaló exactamente dónde─. Y decir tres veces en voz alta: «Llamando a la Tierra». Según estas instrucciones, con eso basta para que regreses a tu mundo.
           ─Vamos María, hazlo ─le animó Maa.

           Se acercó con mano temblorosa hacia el móvil y puso su dedo indice sobre la zona que debía pulsar. Miró a sus salvadores y decidió que, antes de partir, debía agradecerles su ayuda.

           ─Gracias Maa, por creerme desde el principio. Y a ti, Doo, por ayudarme a regresar a mi mundo. No sé qué habría sido de mí sin vosotros. Puede que esto no funcione, puede que sí. Si no funciona, Doo,  te contestaré a esas preguntas con mucho gusto; pero si funciona y regreso a mi mundo, no pienso olvidarme de ti, lo haré desde la Tierra. Te dejo mi número de móvil. Llámame.

           Les dio un beso. Extraña sensación en sus labios, rara sensación en sus mejillas.  Pulsó con su dedo el móvil.

           ─Llamando a la Tierra. Llamando a la Tierra. Llamando a la Tierra.

           Algo rozaba sus pies y la despertó. Era Bola, su gato. Sonrió al pensar en el sueño tan raro que había tenido.
            De repente, sonó su móvil.

           ─Llamando a la Tierra. Llamando a la Tierra. Llamando a la Tierra. María, soy Doo. Contéstame.










Aires de juventud

Aquel era el gran día, quedaban pocos minutos para llegar. A través de la ventana del tren, podía contemplar un paisaje encantado que me invitaba a cerrar los ojos y soñar. Estaba cansada, llevaba demasiadas horas viajando y, sin darme cuenta, al relajar mis párpados, una procesión de imágenes del pasado comenzó a desfilar ante mis adormecidas pupilas.

           Me recordé con diez años, dispuesta a ser feliz y contagiar felicidad, una niña dulce y cariñosa capaz de mover el mundo con su alegría. Ya entonces me gustaba imaginar cómo sería mi príncipe azul, de qué color tendría sus ojos, su pelo o su piel, e incluso, en qué idioma hablaría. Estaba firmemente convencida de que en algún punto de nuestro planeta existía una persona que sería mi pareja ideal. Simplemente la tenía que encontrar. No me gustaba cuando todos hablaban de encontrar a su media naranja. ¿Media? ¿Por qué? Yo quería ser una naranja entera y, en todo caso, que mi príncipe lo fuese también. Reflexiones demasiado grandes, para una mente tan pequeña.

           Con catorce años encontré a mi amigo perfecto, Julio. Fue por casualidad, como muchas de esas cosas que nos pasan en vacaciones. Niñas que rien, niños que juegan, cruces de miradas y brote de una amistad. Así fue como empezó nuestra historia. Fue en verano, en la playa. A Julio y a mí, nos gustaba mucho conversar, compartir nuestro tiempo, reirnos juntos y soñar en voz alta. Aquellos fueron días felices, días que guardé en mi corazón y que nunca podré olvidar. Con Julio podía hablar de cualquier cosa, podía contarle mis ideas, mis ilusiones, mis proyectos, mi vida. Pero no pude descubrir si él era  mi príncipe azul porque el mundo de los mayores era tan complicado que nuestra amistad  fue breve, escasa diría yo. Se marchó lejos, con su familia. Me prometí a mí misma que jamás volvería a confiar en un chico. Una parte de mi se fue con Julio para no volver nunca jamás, mi yo conversador. Se terminó sincerarse con nadie, se terminó creer en la amistad. Él sabía más de mí que cualquiera de mis amigas, por algún motivo extraño había logrado llegar a esa niña escondida que sus amigas no sabían encontrar. Y aquella gran amistad que se prometía invencible y duradera, acabó diluyéndose en el tiempo.

           A los quince años recibí mi primer beso. Un delicado beso digno de recordar, cargado de pureza y de inocencia. Me encontraba de vacaciones en un pueblo de montaña y, gracias a la conversación de mi madre con una señora del lugar, comencé a salir con un grupo de jóvenes que me aceptaron sin reservas. Iba a pasar quince días de descanso con mis padres y había decidido olvidar a Julio. Me irritaba que se pasease por mi mente enfundado con una armadura plateada y cabalgando sobre un caballo blanco. Quería conocer gente nueva y hacer nuevas amistades. Allí conocí a Antonio, tenía veintitrés años, demasiada diferencia de edad quizás, pero una chispa surgió entre nosotros. El final de aquella historia estaba escrito desde el principio, pero durante unos días la cabeza dejó de dirigir mi vida y mi corazón se convirtió en el centro del universo. Tres besos contados, dos abrazos y un adiós. Lloré amargamente en aquella despedida, pero, pese a ello, nunca le escribí dos letras, tampoco las escribió él.

           Después de aquello, dejé de creer en príncipes azules y dejé que mi mente se llenara de cosas reales, de vida, simplemente de eso. Pasaron varios años, varios Antonios y varios besos, hasta que, nuevamente, la casualidad posó sus ojos sobre mí. Fue cuando encontré a Mario, mi marido. Me casé a los veintiocho años.

           ─Señora, ya hemos llegado ─acompañó la voz ronca del revisor a un insistente dedo que golpeaba mi hombro.
           ─¿Cómo dice? ─dije asustada observando la cara de pocos amigos que me estaba mirando─. Bien, gracias, salgo enseguida ─le indiqué al elevar mi cabeza y comprobar que era la única persona que quedaba en aquel vagón.

           Cogí la maleta, el bolso y el abrigo y me dirigí hacia la salida. Estaba triste, carcomida por los recuerdos que me rondaban. Decidí sentarme en un banco para meditar qué estaba haciendo allí. Si decidí embarcarme en aquella aventura fue porque en el fondo de mi corazón creí encontrar un lugar vacio que esperaba su dueño. Opté por tomar el tren porque necesitaba correr despacio antes de llegar a aquel encuentro. Quería evitar que mi corazón volviera a latir.

           Al recibír noticias de Julio, supe que el destino me tendía la mano. No quise pensar nada, compré aquel billete y entré en el tren. Nadie me esperaba porque nadie sabía que estaba allí. No le había dicho nada, por si finalmente me arrepentía. Podría decir que mi vida había sido un camino de rosas,  con un buen trabajo y una familia encantadora, pero las rosas se habían tornado espinas. Tuve un buen marido y unos hijos encantadores pero, ahora, estaba completamente sola. Mario murió joven, cuando mis hijos tenían veinte años. Un cáncer de páncreas lo dejó fulminado en menos de un mes. Aquel  golpe fue muy duro para mí. Por aquel entonces, mis hijos, gemelos,  ya volaban solos y no paraban mucho tiempo en casa. Dos años después, un accidente de coche, quiso llevarse de este mundo lo único que me quedaba. Ocurrió aquí, en Berlín, cuando realizaban su viaje de fin de carrera, de fin de su vida más bien. Mis ojos se llenaron de lágrimas al recordar aquel trágico suceso. Habían pasado cinco años, sí,  pero una parte de mí  habia sido enterrada con ellos y mi seco corazón ya no podía sentir nada.

           Comprendí que mi aventura había terminado antes de empezar, así que volví a entrar en la estación y me dirigí a la taquilla para comprar un billete de vuelta. Consulté los horarios, el tren no tardaría en salir, entré en el vagón y me senté. Faltaban aún veinte minutos, pero quería estar allí, sola, con mis pensamientos.

           De vuelta a casa, noté una extraña sensación, agotamiento quizás. Quise creer que simplemente necesitaba descansar. Cerré los ojos y me dispuse a soñar.

           Ahora, desde aquí, se ve todo mucho más hermoso, mucho más nítido. Mi príncipe azul tiene armadura plateada y cabalga en su caballo blanco. Yo soy su dama y llevo un vestido de seda. No hay palabras para describir tanta belleza. Liberada del dolor, me dejo arrastrar por esos aires de juventud que me acogen y me arrullan. Aire de nuevo, repiro otra vez.

           ─¿Julia? ¿Eres tú? ─susurra una voz del pasado en mis oidos.

           Sonrío, mientras cabalgo junto a mi caballero de armadura plateada. Insiste de nuevo.

           ─Despierta amiga mía, estoy aquí.

           Abro los ojos, me sorprendo, otra vez la casualidad se pone de mi parte. Enmudezco de alegría mientras mi corazón grita en silencio. De nuevo juntos. ¡Quién sabe qué nos deparará el destino!