Enviando mensajes

Perseguidas. Capítulo 2

 

Tras darle una ojeada a la bandeja de entrada, su padre eliminó aquel cruel intruso y le aconsejó no abrir ningún mensaje con remitente desconocido. Así fue como quedó enterrado en el olvido y desapareció de la mente de Berta.

           Llegaron a aquella empresa gracias a un golpe de suerte. Con dos jubilaciones a la vista, el jefe optó por hacerles la entrevista el mismo día que presentaron su currículum. Su juventud, su falta de experiencia y su formación media, fueron decisivos. No buscaba universitarios que pudieran irse de allí ante una oportunidad mejor, quería ofrecer seguridad laboral a quién estuviese dispuesto a formar parte de aquella «familia».

           Tras un duro mes de trabajo, se habían aclimatado al lugar. Como esponjas absorbentes ávidas de conocimientos, afrontaban nuevos retos cada día y demostraban que eran capaces de realizar cualquier tarea que se les encomendara. Carecían de vicios adquiridos, por ello, Alan siempre les decía que ellas eran diamantes en bruto que acabaría por pulir. Pese a las dudas iniciales de Berta, no tardó en descartar toda conexión entre Alan y aquel mensaje maldito.

           La jornada laboral de ocho horas, cinco por la mañana y tres por la tarde, dejaba poco margen para salidas con los amigos de lunes a viernes. La única forma de seguir estando al día era «estar conectada». Berta chateaba unos minutos cada día. Aquellas frases cortas, reducidas a la más mínima expresión, algunos mensajes vía Facebook y, algún que otro correo electrónico, conformaban su escueta vida social. Únicamente salía los sábados para reunirse con sus amigos. Acudía al Pub Dolly, dos calles más abajo de su casa, para empaparse de calor humano y poder reír y conversar con ellos durante unas horas.

           Con su amiga Tere no conseguía hablar de otra cosa que no fuese trabajo y más trabajo. Ella ni siquiera mostraba el más mínimo interés por los comentarios que Berta le hacía respecto a los asuntos del resto de sus amigos. Su amiga parecía abducida por una fuerza extraterrestre y había dejado de acudir a las citas de los sábados. Berta llegó a pensar que tendría algún pretendiente misterioso en la oficina pero, aunque intentó sonsacarle información, no consiguió obtener ni la más mínima pista.

           Una mañana, su padre tuvo que llevarla al trabajo pues Tere estaba de baja por gripe. Al sentarse en su mesa, como todas las mañanas, abrió la bandeja de entrada para leer los mensajes recibidos de la central. Sus ojos abiertos como platos delataron que algo le ocurría.

           ─Buenos días, Berta. ¡Cualquiera diría que acabas de ver al mismísimo diablo! ¿Te ocurre algo? ─le preguntó Marisa, la compañera que se sentaba frente a ella.

           ─Bu… Buenos días, Marisa. No, no, todo está bien. Sólo que esta noche he dormido mal ─contestó con voz temblorosa.

           ─Tómate un café calentito y verás que bien te sienta.

           No llegó a abrir aquel mensaje, pero un remitente llamado Alan le había enviado algo. Pensó en su supervisor, pero él utilizaba siempre «A. Martínez» cuando le mandaba algún correo. Decidió eliminar aquel mensaje directamente.

           Al finalizar la jornada de trabajo, su padre fue a recogerla y ella le contó lo sucedido.

           ─¿Lo eliminaste también de la papelera?

           ─No, creo que no. Me entró tanto miedo que ni siquiera llegué a pensarlo.

          ─Bien cariño, tranquilízate. Mañana cuando llegues a la oficina, mira en la papelera y si aún está allí, me lo reenvías a mí sin mirar su contenido. ¿Me has entendido? No mires su contenido. Tapa la pantalla si es necesario. ¿De acuerdo?

           ─Sí papá, pero… ¿Qué pretendes?

           ─Mándamelo y según lo que contenga, hablaré con la Policía. No pienso permitir que nadie te asuste.

           Aquel día no quiso abrir su ordenador particular, no pegó bocado en la cena y no consiguió pegar ojo en toda la noche. No le contó nada a su madre para no preocuparla. Por la mañana, su padre la llevó al trabajo y acordaron que lo primero que iba a hacer era aquello que habían convenido la tarde anterior.

           Se sentó en la mesa y abrió su bandeja de entrada: otro correo de Alan le esperaba amenazante. Su supervisor llegó silbando aquella mañana y la saludó amistosamente.

           ─Buenos días Berta. Haces mala cara hoy, ¡A ver si vas a terminar con gripe también tú! ¡Cuídate!

           ─Buenos días, Alan. Estoy bien, gracias ─pudo contestarle a duras penas.
  
           Se armó de valor y comprobó que el mensaje de ayer se encontraba allí, en la papelera. Lo movió a la bandeja de entradas y tapó con una carpeta tres cuartas partes de la pantalla. Al abrirlo para reenviarlo, no pudo evitar ver dos palabras de gran tamaño que encabezaban el correo: «Estas muerta». Tecleó el correo de su padre y le reenvió aquello, no quería pensar en ello, no podía dejarse intimidar por lo que acababa de leer sin querer, no sabía qué había a continuación de aquellas palabras, pero sabía que su padre la iba a proteger.

           Su corazón latía desbocado después de aquella operativa, mientras sus ojos buscaban el nuevo mensaje que le había enviado ese Alan desconocido. Tenía que armarse de valor y repetir de nuevo la operación para que su padre pudiese comprobar también su contenido. Intentó tapar más concienzudamente la pantalla, dejando únicamente a la vista el espacio en el que supuestamente debía poner el correo de su padre. Abrió el mensaje para reenviarlo. Había cubierto tanto la pantalla que no veía la línea donde debía insertar el destinatario. Logró desplazar la carpeta un centímetro más hacia abajo y un compañero la llamó desde el otro lado del pasillo para pedirle unos datos. Los nervios la traicionaron y le cayó la carpeta de las manos, dejando la pantalla totalmente descubierta. Vio una fotografía de su amiga Tere mirando fijamente a la cámara, amordazada y con el miedo escrito en su mirada, con la blusa desabrochada y un grabado en la piel de su pecho que podía leerse de frente: «Morirás». Lo reenvió.

           Cogió el móvil y llamó a su padre para comunicarle que le había enviado los dos mensajes, pero le contestó un compañero.

           ─Berta, soy Juan, el compañero de tu padre, su móvil se ha quedado sobre la mesa.

           ─¿Dónde está mi padre?

           ─Ha sufrido algo similar a un infarto y una ambulancia lo lleva camino del hospital. No te preocupes, su mujer está avisada y tu madre también. Cuando tu madre sepa algo te llamará para contarte cómo va todo. Más vale que no la llames ahora, estará conduciendo y la pondrás más nerviosa.

           ─¿Cómo ha pasado? ¿Estabas con él?

           ─Lo dejé solo unos minutos porque me dijo que esperaba un correo muy importante. Cuando regresé lo encontré con la mano en el pecho, con una mueca de dolor en su rostro, como si le faltase aire, un segundo después perdió la consciencia. Tu padre es un hombre fuerte, saldrá de ésta, ya lo verás.

           Ella no sabía cuál era el contenido del primer mensaje, aunque sí sabía cómo comenzaba. Notaba algo extraño en la voz de Juan. ¿Y si él había visto el cuerpo del mensaje?

           ─¿Llegaste a ver algo en su pantalla?

           ─¿Quién yo? No ─su voz sonaba tal falsa como los doblones de oro de chocolate que ella aún tomaba en navidad.

           ─Dime la verdad Juan. ¿Qué has visto?

           El grandullón de Juan, amigo íntimo de su padre, había sido descubierto en un momento de flaqueza, y aunque creyó ser lo suficientemente fuerte como para ocultar a Berta lo que acababa de ver en aquella endiablada pantalla, no fue así.

           ─No sé de qué me hablas Berta.

           ─Sabes bien de qué te hablo. Mi padre esperaba un correo que yo misma tenía que reenviarle esta mañana. Yo no debía ver su contenido, pero aún así vi el encabezamiento del mensaje. Y no sólo le he enviado un mensaje, le he enviado dos, aunque el segundo, por desgracia, sí que lo he visto sin querer. Ayer acordamos que revisaría su contenido y si era necesario lo comunicaría a la Policía. Hazme un favor Juan, creo que has visto el primero de ellos, si es así, sabrás que mi padre no pudo avisar a la Policía. Sinceramente, ¿Crees que debió hacerlo?

           Acorralado, Juan le confesó que había visto el contenido de aquel correo y que consideraba que la Policía debía tomar parte en ello. Él no quería avisarles, pues no quería tener problemas, pero sí le aconsejó que ella misma lo denunciara.

           ─¿Qué había en ese mensaje, Juan?

          ─Si no lo viste, mejor será que no lo veas. No sé si le has hecho algo a alguien y por eso se ha cabreado, pero tengo claro que cabreaste al menos indicado. Ese alguien es un loco perturbado que no parará hasta conseguir sus propósitos. Llama a la Policía Berta, no esperes más.

Contando las horas


No me paré a pensar en todas esas cosas que uno es capaz de hacer sin prestarles importancia, hasta que un día decidí hacerlo.

Nuevamente, acababa de ver en la televisión una emisión de FAMA, versión 1980, y me hizo gracia la escena en la que una de las estudiantes gesticula exageradamente mientras come, intentando interiorizar y comprender todos y cada uno de los movimientos de su boca. Debo decir que me encanta esta película y la primera vez que pude verla, me invadieron unas terribles ganas de bailar, de cantar, de hacer teatro y de tocar algún instrumento. En fin, lo que tiene la adolescencia, que uno se deja llevar fácilmente.

Bastantes años después, reencontrarme con ella, ha sido todo un acontecimiento en mi vida. Por supuesto, ni bailo, ni canto, ni hago teatro, ni toco ningún instrumento (bueno, aprendí a tocar la flauta y, como mucho, de vez en cuando, canto al karaoke). Me di cuenta instantánemente de la rutina instalada en mi vida y me pareció ver volando sobre mi cabeza una señora vestida de blanco, llamada monotonía.

Fue cuando me decidí a pensar en qué empleaba mi tiempo ahora, dieciocho horas despierta debían dar mucho de sí.

Si quitamos las ocho horas, más o menos, de trabajo remunerado, sólo me quedaban diez horas para investigar. ¿En qué empleaba yo esas diez horas?

Si resto una hora aproximada por el tiempo pasado al volante en el trayecto casa-colegio-trabajo-casa-colegio-casa, sólo me quedaban nueve para mirar. El tiempo es algo muy curioso, a veces pasa lentamente, otras, en cambio, ni lo ves pasar.

Si de nueve horas, dedico una hora al culto de la ropa (lavadora, plancha,...), me quedan sólo ocho. 

Pongamos que mi desayuno y mi comida en solitario me quitan sólo otra hora, me quedan siete y, claro está, por la noche, como estamos todos, no hay que cenar con prisas, digamos que empleo otra hora más sólo para la cena en familia, me he quedado con seis. 

Aunque nos repartimos las tareas del hogar, segura estoy que a lo largo del día dedico un mínimo de una hora a esos menesteres, me he quedado con cinco. 

Y digo yo, que también tendré que contar el tiempo de aseo personal a lo largo del día, pongamos otra hora más.

Bien, llegados aquí, ¿A qué me dedico durante esas cuatro horas restantes?

Diría que me escapo al paseo marítimo para dar un vistazo al Mediterráneo y luego me siento frente al portátil para leer o para escribir. 

¡Qué aún me queda tiempo! Sí, es el que utilizo cuando me siento en el sofá para ver el televisor, el que utilizo para leer un libro cada noche antes de acostarme y el que utilizo hablando con mi marido y con mi hija de lo acontecido durante el día, porque digo yo que también habrá que relacionarse un poco ¿no?