Un encuentro fortuíto

Vagando entre recuerdos ausentes, encontró una puerta entreabierta y quiso conocer qué se encontraba tras ella. Sin pensar en posibles consecuencias, la empujó suavemente, dejándose llevar por una pueril curiosidad.

           Notó que una brisa cálida la acompañaba. Todo cuanto le rodeaba , le resultaba familiar: una foto de párvulos con aroma a agua de colonia, que salpicada en trenzas y baberos, esperaba obtener la sonrisa más tierna de cada uno de aquellos niños; aquella goma elástica de costura a la altura de sus rodillas, clavada a fuego en su piel cada vez que una niña la pisaba durante el juego; la vara de madera que reposaba sobre la mesa, dispuesta a estrellarse en la incauta mano de algún alumno parlanchín; esa caja de zapatos que atesoraba una sardina salada, protagonista singular de un cortejo fúnebre, siempre celebrado entre risas y sonrisas; la cristalina mirada de la inocencia, vestida de blanco para algunos, para otros de niñez.

           Escuchó unos gritos de alerta procedentes del exterior y sintió un riguroso frío polar que la dejó sin aliento. Debía volver, la esperaban. Regresó sobre sus pasos. Vidriosos ojos teñidos de tristeza se despedían de ella, una raspa de sardina putrefacta asomada entre tierra removida le enviaba su último adiós, una astilla de madera ardiente lloraba chispas de amargura al ver su retroceso y una foto carcomida llena de rostros olvidados la empujó de nuevo hacia su mundo.

           Siete u ocho personas la rodeaban, alguien quería que avisaran a su madre, otros que llamasen al doctor.

           El más apenado, el causante del atropello, actuó rápidamente tras comprobar que las ruedas únicamente habían alcanzado un zapato de la niña y su inconsciencia pasajera había sido el resultado del leve golpe recibido. La tomó por los hombros hasta dejar su cuerpo apartado del vehículo y comprobó que una pierna le temblaba incontroladamente. La sujetó con suavidad hasta lograr retornar a la tranquilidad al menudo cuerpo de ocho años que quiso meterse bajo su coche en una carrera despistada.

           ─¿Estás bien? ¿Llamamos a tus padres? ¿Al médico?

           ─Sí, estoy bien. Perdone por el susto que le he dado. No me di cuenta de que venía. Tranquilo, no me ha pasado nada, estoy bien. Bueno, creo que he tenido un sueño un poco raro. Bien, lo siento no quiero llegar tarde a clase o doña Sofía se enfadará conmigo.

           ─Pero, deben saber qué te ha pasado y si el golpe te ha causado algún hematoma.

           ─No, no, estoy bien. Además, hoy continúa leyéndonos el cuento que empezó ayer y no me lo puedo perder. Adiós.

           Salió corriendo como si nada hubiese pasado, pero a las doce, en la puerta del colegio, una madre angustiada la esperaba. Aquel día tuvo que ir al médico.

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