Divagaciones


Llevo un tiempo sin publicar nada en el blog, ¿Será la vida sin mi hija o será que mis neuronas están al borde de un suicidio en masa? No lo sé, pero creo que lo mejor será «Escribir».

           Que nadie piense que le ha ocurrido nada extraño a Noelia, simplemente está de intercambio, pasando unos días con una familia francesa. Y se lo está pasando fenomenal.

           La última semana de febrero recibimos con gran alegría al alumno de intercambio y durante seis días pudimos compartir con él nuestras vidas. Compaginar mis horarios de trabajo con sus estudios y salidas de ocio fue casi como hacer malabares, pero finalmente salió bien. Intentamos que guardase un grato recuerdo de su experiencia, sintiese nuestra hospitalidad, conociese nuestras costumbres y perfeccionase su español.

           Como era evidente, al tratarse de un intercambio, Noelia debía partir a tierra extraña, y ese momento llegó: La última semana de marzo. Con la sonrisa pintada en la cara y gran tristeza de nuestro corazón, nos despedimos de ella, observando la alegría reflejada en su rostro. Su primer viaje en solitario, su primera convivencia con otra familia. Un único deseo: «Dios, cuídamela, que lo pase bien y no le ocurra nada malo. Devuélvemela tan feliz como ha marchado».

           Mis sentimientos andan un poco alborotados. No estoy acostumbrada a estar sin ella y su ausencia ha dejado paralizada mi cabeza. Diría que a punto he estado de entrar en un estado catatónico. Y es que para mí siempre será «Mi niña», aunque a ella ya no le gusta tanto que la siga llamando así. Son casi catorce, y eso, a veces, a una madre le produce escalofríos.

El primer día de trabajo

Perseguidas. Capítulo 1
 
 
El atronador sonido del despertador invadió la habitación, puntual como siempre, pero esta vez, a las seis y media de la mañana. La madre de Berta lo dejó programado con el máximo volumen y, con cariño, le seleccionó un sonido de campana de iglesia que era capaz de resucitar a los muertos. Ella misma lo situó al pie de la cama, para obligarse a levantarse a silenciar el maldito reloj.

      Estaba nerviosa y un extraño sofoco se había instalado caprichosamente en sus mejillas, algo que ni el maquillaje lograba disimular. Para colmo, también le sudaban las manos, y el mero hecho de imaginarse estrechando la mano a alguno de sus nuevos compañeros le producía una angustia terrible.

      Tere no pasaría a recogerla hasta las ocho en punto. En realidad, su horario de mañana era de nueve a dos, pero no querían llegar tarde al trabajo el día de su debut. Salir una hora antes de casa resultaba un poco exagerado, la empresa que las había contratado como auxiliares administrativas estaba instalada en el polígono industrial del Sur de la ciudad, y ese trayecto podía realizarse en quince minutos, pero… ¡Cualquiera le llevaba la contraria a Tere! Si tenían que esperar cuarenta minutos en la puerta de la oficina, esperarían.

      A las siete y cuarto ya estaba preparada, así que tenía tiempo para intentar relajarse. Su madre trabajaba en el mercado de abastos y, a esas horas, no estaba en casa. Decidió abrir el ordenador para ver el correo electrónico y comprobar si alguno de sus amigos estaba conectado. Tres mensajes nuevos le esperaban en la bandeja de entrada: dos de su amiga Tere, enviados a las doce de la noche y, otro, de alguien llamado Alan, enviado a las tres de la madrugada. Abrió primero los de ella. Uno, contenía un escueto mensaje de texto: «Mañana triunfamos chica. Ponte guapa. Me pido el jefe. Jajaja». Otro, llevaba un PowerPoint humorístico sobre los trabajos de oficina y una frase añadida por ella: «Recuerda coger los crucigramas, por si nos aburrimos. Jajaja». Estuvo a punto de eliminar el tercer mensaje porque no conocía al remitente, pero le picó la curiosidad y lo abrió, creyendo que sería alguien que quería hacer amistad. Su piel se quedó fría como el hielo y su cara quedó desencajada, la boca con una triste mueca de horror y los ojos casi saliendo de sus órbitas. No había ningún mensaje escrito, solo una impactante fotografía del cuerpo de su amiga Tere, brutalmente descuartizado. Aquello no parecía un montaje de Photoshop.

      Sus manos temblaban y su mente sufría un shock. Debía llamar a Tere para confirmar que aquello no era cierto y aquella imagen tan real era solo una broma de mal gusto. El monótono sonido del móvil se repitió varias veces hasta que apareció la voz mecánica que le indicaba que podía dejar su mensaje después de la señal: «Tere, por lo que más quieras, llámame inmediatamente, por favor».

      Miró y remiró aquella fotografía en la pantalla, queriendo creer que alguien con una mente muy macabra había querido asustarla. Apagó el ordenador y continuó sentada e inmóvil. No podía borrar aquella imagen de su cabeza: Su amiga abierta en canal, con las vísceras al descubierto y sus extremidades arrancadas dispuestas alrededor del cuerpo, como enmarcando el cuadro.

      Quizás podía llamar a su padre y contarle lo sucedido. Seguro que él le diría qué debía hacer. Hacía dos años que no vivía con ellas, sus padres estaban separados, pero siempre estaba ahí cuando Berta lo necesitaba.

      ─Buenos días, Papa.

      ─Berta cariño, ¿Pasa algo?

      ─No lo sé papá, pero estoy muy asustada.

      ─No te preocupes, que todo va a salir bien. ¡Ya lo verás!

      ─No papá, no hablo de mí, hablo de Tere. He abierto un correo electrónico en el que alguien me enviaba una fotografía horrible de mi amiga descuartizada. Tengo miedo.

      ─Seguro que es una fantasmada de alguien que os conoce, tranquilízate, ¿La has llamado? ¿Has hablado con alguien de esto?

      ─Sí, la he llamado pero no contesta. Luego te he llamado a ti. ¿Qué debo hacer, papa?

      ─¿No habías quedado con ella para ir al trabajo?

      ─Sí.

      ─¿A qué hora?

      ─A las ocho.

      ─Faltan diez minutos, cálmate, espera a que sean las ocho. Seguro que pasará a por ti. Si llega esa hora y no está ahí puntual como un reloj, me llamas. Pediré permiso al jefe y me planto ahí en quince minutos. No llames a mamá, no la preocupes, ya se lo contarás cuando llegue, ¿vale?

      ─Bien papá, haré lo que me dices.

      Decidió serenarse, pensar en positivo y olvidar la monstruosidad que acababa de ver. A las ocho en punto, llamaban al timbre de su casa. Se asomó por la ventana y vio el coche de Tere aparcado frente a su puerta. Su corazón dejó de latir acelerado y el ritmo de sus pulsaciones se relajó. Menos mal que todo quedó en un desagradable susto. Se miró al espejo, aquel rubor instalado en su mejilla a primera hora de la mañana había desaparecido, su cara, sin duda, necesitaba más color. Se atusó el pelo y se recompuso la ropa, luego, bajó triunfal por la escalera dispuesta a afrontar su primer día de trabajo. Cogió su bolso y las llaves. Al salir de casa vio a Tere sentada al volante, con una amplia sonrisa dibujada en la cara, indicándole con la mano que se apresurara.

      Cuando entró en el coche, le dio un intenso abrazo a Tere.

      ─Buenos días Berta, ¿Te pasa algo?

      ─Nada Tere, que te quiero mucho. Anda, vamos, que hoy será nuestro gran día.

      ─Vamos pues, a por todas. Les demostraremos que somos las mejores.

      Berta no le dijo nada a Tere sobre lo ocurrido minutos antes.

      Llegaron demasiado pronto a la empresa, como era de esperar. Un conserje, extrañado ante su presencia, les abrió y tras saber que eran las chicas nuevas de la oficina, les informó que las puertas no se abrían hasta las nueve menos cuarto, por lo que no debían presentarse allí antes de esa hora. Las acompañó a la sala del café y les dijo que esperaran al jefe.

      Se tomaron un café de máquina y se sentaron a esperar. A menos cuarto en punto, aparecieron dos mujeres, a las que tildaron de «cincuentonas», con exceso de maquillaje, varios anillos en sus manos y vestidas a la última moda que, tras saludarlas con un «Buenos días» desganado, se situaron en el otro extremo de la sala a saborear su café. A falta de cinco minutos para las nueve, un bullicio de voces se oía en la entrada. Sin duda alguna, esa era la hora oficial de entrada de todos los trabajadores de la oficina.

      El jefe se acercó a saludarlas y les dijo que iba a presentarles a la persona que se encargaría de explicarles sus nuevos cometidos en aquella oficina.

      ─Buenos días, señoritas.

      ─Buenos días ─respondieron al unísono.

      ─Espero que estén contentas aquí. No quiero ver caras tristes. Este trabajo es duro, lo sé, demasiado papel, pero con el tiempo verán que es una rutina. Vengan conmigo, las acompañaré a sus mesas y les presentaré a la persona que les explicará el funcionamiento de todo esto. Si tienen algún problema, no duden en acudir a mí.

      Salieron de aquella sala y observaron las oficinas en las que pasarían los próximos doce meses: varios grupos de cuatro mesas adosados entre sí, separados mediante paneles de unos cincuenta centímetros de altura. A primera vista, Berta creyó contar cinco grupos a la derecha y cinco grupos a la izquierda. Pasaron por el pasillo central hasta el último grupo de mesas de la izquierda. Dos mesas vacías las esperaban. Enfrente de ellas, sus nuevas compañeras, las dos mujeres de la sala del café. Tere no pudo reprimir una mueca de desagrado al verlas. El jefe les pidió que dejaran sus cosas allí y le acompañaran hasta el despacho del supervisor que se encontraba justo en el pasillo que tenían al lado.

      ─Bien, te presento a Berta y a Tere. Las dejo en tus manos. Instrúyelas bien.

      ─Señoritas, les presento a Alan, será su nuevo Supervisor.

      Al oír ese nombre, Berta se estremeció y notó un sudor frío que corría por su frente. Cerró los ojos un instante, allí estaba la imagen de su amiga y el correo de Alan. ¡No podía ser! ¡Era sólo una casualidad! Tenía que borrar eso de su cabeza.

      Alan se acercó a estrecharles la mano, primero le dio la mano a Tere y luego se la ofreció a Berta. Retuvo la mano de Berta entre las suyas un instante, que ella creyó que era una eternidad, mientras el jefe les indicaba que Alan era un genio en informática y marketing.

Soneto al escritor dormido

Historias regadas con savia de amor,
Mentiras, verdades y un poco de miel.
Poemas de fuego, latiendo en la piel,
Relatos cautivos, preñados en flor.


Retazos de vida que buscan calor;
Tus letras con alma, el hijo más fiel.
Batallas de tinta luchando con hiel,
Son sueños, es magia que causa dolor.


No pares, no olvides tu eterna pasión,
No cambies de rumbo, de nuevo al andar,
Escribe poeta, sin miedo a sufrir.


Es cierto, es dura la nueva lección,
Despierta y construye tu red en el mar,
No cierres la puerta que acabas de abrir.

   

El misterio de Lucía

Las palabras del profesor bailaban en mi cabeza, al son de una melodía diferente a la que se suponía debían hacerlo. Mi mente no era capaz de procesar la información recibida. Normalmente era un aliado de la Bioquímica Clínica, pero ese día mi cabeza estaba muy lejos de allí. Con la mirada ausente, clavada fijamente en los ojos de don Silverio, revivía, una y otra vez, lo ocurrido la noche anterior, sin poder evitarlo.

           María insistió en que le acompañase a visitar a Lucía porque vivía en las afueras y no quería ir sola, ya que a las seis de la tarde empezaba a anochecer. Yo tenía mi plan de estudios programado y aquella tarde tenía mucha materia para estudiar, pero finalmente, a regañadientes, acepté acompañarla. Su amiga llevaba varios días enferma y le había pedido que le llevase los apuntes fotocopiados, para no quedarse demasiado retrasada y no tener que perder el semestre. No sabíamos ciertamente qué dolencia padecía, pero carecía de importancia, éramos estudiantes de Primero de Medicina y nos sentíamos inmunes a las enfermedades mundanas.

           Nos abrió su madre, la noté cansada, unas ojeras grises rodeaban sus empequeñecidos ojos azules. La encontré pálida y muy delgada, como si un ciclón la hubiese arrollado a su paso. No pude evitar preocuparme por ella, la palidez podía ser debida al cansancio acumulado, pero su delgadez extrema rozaba la anorexia. Aquella mujer siempre había sido la envidia de todas las madres: ¡Siempre tan perfecta! Nos hizo unas preguntas de cortesía y nos acompañó hasta la habitación de Lucía.

           Se alegró mucho de vernos. Estaba sentada en su mesa de estudio, con su pelo rubio perfectamente recogido con una cinta y un conjunto de pijama, bata y zapatillas que parecía de cuento de niña. Tras unos besos eufóricos y unos abrazos grandiosos, nos invitó a sentarnos en el borde de su cama para charlar un rato con ella. Nadie hubiese dicho que estaba enferma, casi hubiese jurado que acababa de drogarse. Nos contó que todos los días, después de las doce de la noche sufría unos terribles dolores de cabeza y, por ese motivo, dormía de nueve de la mañana a cinco de la tarde. No habían descubierto aún el origen de su dolor, aunque se encontraba a la espera de los resultados de unas pruebas que le habían realizado.

           Salimos de allí a las siete de la tarde, acompañé a María a su casa y luego regresé a la mía, dispuesto a recuperar el tiempo perdido. Ambos vivíamos en la misma calle, así que sólo perdí una hora y media. No di importancia a nada de lo sucedido durante esa visita. Estuve estudiando un par de horas, baje a cenar con mis padres y mi hermana y, luego, tras una hora más de trabajo, me acosté para estar fresco al día siguiente.

           Eran las doce y cinco de la noche cuando sonó el móvil. Una voz familiar, casi inaudible, pedía mi ayuda. Era María. Estaba sola en casa, sus padres trabajaban por la noche. Me vestí rápidamente y bajé sigilosamente la escalera. No quería despertar a nadie, todo hubiesen sido preguntas. Ni yo mismo sabía qué le ocurría a María, pero tenía claro que ella no era de las que llamaban a esas horas de la noche, evidentemente se trataba de algo importante. Cogí la chaqueta y me acerqué a su casa.

          Una María fantasmagórica, con el pelo sembrado de canas, el contorno de ojos oscurecido y bastante más delgada, me abrió la puerta. La chica llena de energía y vitalidad que yo conocía, parecía haberse desvanecido.

           ─¿Qué te ha pasado María?

           ─A las doce he recibido una llamada de Lucía. Al ver su número en el móvil, he contestado rápidamente. Su voz sonaba extraña. Me ha dicho que había llegado mi hora y, como he sentido miedo, le he colgado. Luego, he ido al baño a lavarme la cara y me he visto así. Estoy asustada . ¿Qué crees que me ocurre?

           Su mirada suplicante parecía ampararse en mí, intentando que mi mente lograse dar una explicación lógica a aquel suceso extraño.

           ─No sé lo que te ocurre, pero lo vamos a descubrir. Anda, ponte algo de abrigo, nos vamos a casa de Lucía.

           Llamamos tres veces al timbre, eran las doce y cuarenta minutos de la noche y seguramente no esperaban visitas. Nos abrió su madre y, al ver a María, empezó a llorar. Sin mediar palabra, nos invitó a entrar.

           ─¿Y Lucía? ─pregunté mostrando mi disposición a hablar con ella, con o sin su permiso─. Creo que le debe una explicación a María. Le ha llamado al móvil para decirle una frase misteriosa y, tras ello, María, tal como puede ver, ha envejecido. ¿Por qué está pasando esto? ¿Lo sabe usted?

           Con la voz entrecortada y con cara de culpabilidad, la madre de Lucía se atrevió a contarnos su historia.

           ─Mi marido, en paz descanse, era guardia de seguridad de la familia Torres. Ellos son los dueños de esta casa. El abuelo Alfonso Torres lo apreciaba mucho. Cuando su hijo y su familia se trasladaron a la ciudad, en agradecimiento por los servicios prestados a la familia, puso la casa en manos de mi marido, para que nos trasladásemos a vivir aquí y mantuviésemos la vivienda en condiciones habitables. Lucía aún no había cumplido los dieciséis años. ¡Han pasado casi tres años y parece como si hubiesen pasado cien! El mismo día que Lucía cumplió los dieciocho años, mi marido falleció. Varios miembros de la familia Torres acudieron a presentarme sus respetos. El abuelo no pudo venir porque estaba recluido en un centro para enfermos mentales. Roberto, el nieto único de los Torres, me invitó amablemente a abandonar esta casa. Por supuesto, me sentí ofendida y le dije que no tenía corazón y que yo no estaba dispuesta a dejar la casa hasta el año dos mil quince, tal como figuraba en el contrato firmado con su abuelo, pero él me miró fijamente y me dijo que me arrepentiría de tomar esa decisión. Antes de salir de la casa, con voz extraña, se dirigió a Lucía y le advirtió que su hora había llegado. Aquella frase, que sonó a maldición, me dejó la sangre helada.

           »Ese mismo día, Lucía empezó a tener unos terribles dolores de cabeza todas las noches. Acabó durmiendo por el día. Solo parecía encontrarse bien de las cinco de la tarde a las doce de la noche. Varios neurólogos han acudido a mi llamada y han estudiado su caso, pero ninguno ha sido capaz de encontrar sentido a lo que le sucede. Desesperada, llamé a un teléfono de los que aparecen en televisión, no creo en brujerías, pero ya no sabía qué hacer. La médium que respondió mi llamada, dijo que un aura maligna rodeaba la casa en la que vivíamos y que estaba cebándose en mi hija. La invité a visitarnos para que pudiese ver personalmente a Lucía. Dijo que un ser extraño hibernaba en su cuerpo y sólo la energía positiva de otra mujer podía evitar que esa presencia despertase definitivamente y Lucía desapareciese para siempre. Me esforcé hasta el infinito en transmitirle vibraciones positivas, pero cada día que pasaba notaba que mis fuerzas menguaban y envejecía más. Fui yo la que le aconseje que te llamase y te pidiese los apuntes, creí que un solo día a su lado no podría hacerte demasiado daño y yo podría recuperarme un poco, pero me equivoqué. Lo siento mucho María, perdóname.

           ─María, será mejor que nos vayamos, creo que no debimos venir aquí. Puede que esta casa esté verdaderamente embrujada. Anda, vámonos.

           Nos levantamos del sofá y nos dirigimos hacia la salida pero, algo en mi interior, me decía que yo no debía tener miedo. «¿Y si era yo quien podía solucionar aquel misterio?».

           ─¿Puedo hablar con Lucía? ─le pregunté a su madre.

           ─Ahora sufre una de sus crisis, no sé si querrá verte.

           ─Me verá, quiera o no quiera.

           Subí a la habitación de Lucía y la encontré acostada en la cama, con los ojos abiertos como platos.

           ─Lucía, ven conmigo. Salgamos de aquí.

           ─No me siento bien, lo siento, no creo que pueda levantar mi cabeza de esta almohada. Siento como si una losa estuviese aplastándome el cerebro y no puedo moverme. No me deja pensar con claridad ¿Qué haces tú aquí?

           ─Después de que llamases a María, hemos venido a pedirte explicaciones.

           ─¿Qué dices? Yo no he llamado a María, cuando estoy así no me apetece hablar. Tampoco me apetece ver a nadie, vete, déjame en paz.

           Me acerqué a ella para cogerla en brazos y llevármela de aquella casa, pero noté que algo me lo impedía. Si verdaderamente habitaba en ella una presencia extraña, estaba intentando imponerse por la fuerza. Me dirigí a ese interlocutor invisible para obtener la información que necesitaba conocer:

           ─Mira no sé quién eres, ni lo que eres, pero sé que estás ahí, dentro de Lucía. No sé porqué absorbes la energía vital de las mujeres que te rodean, ni sé hasta qué punto habrás dañado a esta joven, pero, al menos, merecemos una explicación. ¿No crees?

           Comprobé que Lucía parecía ausente y sus ojos se enrojecían al tiempo que sus pupilas se dilataban. Un instante después, una voz extrañamente parecida a la suya, me contestaba.

           ─¿Quién eres tú? ¿Por qué quieres ayudar a estas mujeres?

           ─Sólo soy un amigo. ¿Y tú? ¿Quién eres?

           ─Soy la nieta de Alfonso Torres, Lucía, la hermana gemela de Roberto. Fallecí accidentalmente en esta misma casa, cuando tenía dieciocho años, y mis padres decidieron irse a la ciudad con mi hermano. Mi abuelo ofreció esta casa a la familia de Lucía para mantenerla cuidada y habitable, aunque nunca pudo superar mi muerte. Despechado por el sufrimiento de haber perdido a su nieta favorita, decidió ofrecer su alma a los espíritus del más allá a cambio de mi resurrección. Y sí, recibió respuesta a su ofrecimiento, regresé del cálido lugar donde me hallaba para habitar el cuerpo de Lucía, una joven de dieciocho años, con mi mismo nombre que vivía en esta misma casa. Ella es fuerte y me ha presentado batalla desde el primer día.

           ─No puedes aniquilar a Lucía, ni apoderarte de su cuerpo. Este no es tu lugar, debes regresar a donde perteneces.

           ─No puedo, lo siento. Yo no quise participar en esta batalla, me han obligado. Esto es algo entre ella y yo, no puedes impedirlo.

           ─Y ¿Por qué atacas a las mujeres que te rodean?

           ─Noté que cuando existía un contacto entre Lucía y su madre, una parte de la vitalidad de su madre me hacía más fuerte a mí. Y así, fue como, día a día, le fui robando las fuerzas, para poder luchar contra su hija.

           ─¿Y María?

           ─Fue más sencillo, un solo abrazo entre amigas fue suficiente para poder absorber gran parte de su energía. No era mi intención hacerle daño a ella, sólo se trata de un instinto de supervivencia.

           ─Pero sólo te ocurre con mujeres, a mí no me ha pasado nada ¿Por qué?

           ─Supongo que debe ser por mi condición femenina. El único hombre al que puedo manipular es a mi hermano. No tengo opciones, debo ganar o no sé qué será de mí.

           ─Y si te rindieses. ¿Crees que no podrías volver al lugar del que has venido?

           ─No lo sé. Lo que hago es instintivo, algo me empuja a hacerlo. No puedo dominarlo.
  
           ─Ríndete, deja vivir a Lucía su vida. Tú ya viviste la tuya.

           ─¿Y mi abuelo? ¿En qué lugar quedaría su alma?

           ─No pienses en él ahora, creo que perdió su alma el mismo día que te perdió a ti.

           No sé si fueron mis palabras o qué fue, pero un silencio sepulcral invadió la estancia y una calma infinita pareció poseer el cuerpo de Lucía. Sus parpados se cerraron y quedó sumida en un plácido sueño. Bajé al salón y les conté a su madre y a María lo sucedido.

           Subieron a verla y decidieron no despertarla en ese momento. María y yo, preferimos esperar sentados en el suelo de su habitación, apoyados el uno en el otro. Su madre, se recostó en la butaca del tocador de su hija.

           Eran las seis de la madrugada y un rayo de luz asomaba por la ventana. Me desperté y comprobé que Lucía se encontraba sentada en la cama, observándonos en silencio.

           ─Buenos días Lucía, ¿Cómo te encuentras?

           Al oírme hablar, su madre y María se despertaron.

           ─Muy bien. No me duele la cabeza y siento como si me hubiesen quitado un peso de encima. Gracias por estar a mi lado. Creo que ahora todo irá bien. Lo presiento.

           Su madre se acercó a abrazarla y estuvo pegada a ella más de cinco minutos. Vimos como retornaba el color rosado a sus mejillas y el contorno gris de sus ojos desaparecía. Supuse entonces que lo de su delgadez tendría también solución, aunque fuese un poco más espaciada en el tiempo.

           Lucía soltó a su madre, se levantó de la cama y dio un fuerte abrazo a María. El mismo efecto se produjo en mi amiga, y aquellas canas que poblaban su cabeza empezaron a desaparecer.

           Nos despedimos de ambas y regresamos a nuestras casas, sólo teníamos dos horas para descansar antes de ir a la Facultad de Medicina. Aquel día descubrí que la ciencia no puede explicarlo todo.