Secreto entre hermanas (Parte I: Marina y Fedra, 2005-2006) (2)

Mi patética historia no mejoró después de aquello. Aquel rufián lo comentó a los amigos de mi padre y no tardé mucho en conocerlos a todos. A cual más baboso y asqueroso: uno con nariz aguileña, otro con orejas de soplillo, el mastodonte que me desvirgó, otro que cada vez que me agarraba del brazo me dejaba la marca de sus dedos durante una semana, y tres o cuatro más que prefiero no recordar. Todos ellos con la lascivia escrita en su mirada, hombres aparentemente honrados, con hijos y familia respetable. A mi padre le pagaban por mis servicios y a mí me daban una propina de diez euros. Supongo que una puta, amante de su trabajo, no siente lo que yo sentía cada vez que alguno de ellos me tocaba. Nunca cogí la propina que me dejaban en la mesilla de noche, pero mi padre no la dejaba allí. Cuando quería, me agarraba del brazo, me ponía en el coche y me llevaba a la casa de la montaña, su amenaza, la de siempre, mataría a mi hermana si yo decía algo a alguien. La única vez que abrí la boca para quejarme ante él, me tuvieron que dar dos puntos en la mejilla y me rompió dos costillas (por supuesto, alegó que me había caído con la bicicleta). En aquella casa organizaba las partidas con sus amigos y malvendía mi adolescencia. Cuando regresábamos, me lavaba y a dormir. Fedra iba creciendo sin saber nada.

           Terminé los estudios y, con mi título bajo el brazo, fui a buscar trabajo al Restaurante El Imán, el que estaba en la carretera, dos calles más arriba. Elisa y Manuel eran los dueños del negocio. Les pregunté si el nombre del restaurante reflejaba su deseo de atraer a la gente, pero ellos se rieron y me explicaron que el origen del nombre del restaurante estaba en las tres primeras letras de sus dos nombres (Eli-sa y Man-uel). Sabían que mi madre había fallecido siendo yo muy niña y también que tenía una hermana cinco años menor, en un pueblo esas cosas se saben. De mi padre sabían bien poco, solo que nunca estaba en casa, creían que tenía un trabajo muy duro. La verdad, es que yo nunca descubrí en qué trabajaba, si es que lo hacía. Tras discutirlo entre ellos y sin necesitarme realmente, decidieron que me cogerían a prueba como aprendiz de cocina, era un modo de evitar que pisara esas terribles calles y solo me tendrían allí el horario que mi hermana estuviese en el colegio. El sueldo iba a ser muy pobre, pero más valía eso que nada. ¡Para evitar que pisara esas terribles calles! ¡Si ellos hubiesen sabido mi cruda realidad! Mi padre dio su consentimiento y firmó el contrato. En principio iba a ser para seis meses, luego ya se vería. Resultó que trabajé allí hasta mis veintiún años, cuando Fedra terminó de estudiar y obtuvimos el pasaporte hacia nuestra libertad.

           Ensimismada en mis pensamientos iba, cuando las palabras de Fedra irrumpieron mi letargo andante.

           ─¿Has oído alguna vez el eco de unas palabras retronando en tu mente? ─prosiguió sin esperar que le contestara─. Esta mañana me he levantado con la sensación de haber estado toda la noche oyendo las últimas palabras que dijo nuestro padre antes de su muerte, como si me hablase desde la ultratumba ─dijo con la voz quebrada y rota de dolor.

           ─¡Imaginación al poder! Chica, cualquiera que te oiga creerá que estás chalada ─respondí.

           ─No te lo tomes a broma Marina, no he podido pegar ojo. ─Se puso a buscar un paquete de pañuelos en su bolso y se enjugó una lágrima que corría por su rostro─. Cada vez que pienso en sus palabras, los pelos se me ponen de punta.

           ─Tonta, aquello eran los desvaríos de un moribundo. No debes dejar que eso te atormente. Ahora ya no está aquí para martirizarnos. ¡Déjalo ya!

           ─Dijo que le habíamos matado, él lo sabía.

           ─¿Y qué piensas que va a hacer, venir a castigarnos? ¡No seas tan inocente! ─Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta y acaricié la navaja con la que apuñalé nuestro padre por la espalda─. Estamos mejor sin él.

           ─Cada día me levanto pensando que todos me miran, como si supiesen lo que pasó. Me siento señalada y acusada.

           ─Cambia el chip, ahora somos libres, no tenemos a un chulo por padre.

           Tras nuestro fichaje en la entrada, pasamos al vestuario y nos enfundamos el uniforme, cogimos el carro de la limpieza y empezamos la rutina diaria. Nuestra planta era la de los jefazos: tres despachos con servicio propio, una sala de conferencias, una sala con pasarela incluida, cuatro servicios, dos de señoras y dos de caballeros, y una pequeña salita de café. Los cristales de las ventanas y los servicios debían estar relucientes en todo momento. Así que las tres horas matinales nos venían justas para poder acabar si quiera con las ventanas. Cuando el reloj marcaba las nueve, ya estábamos en el sótano quitándonos el uniforme. De allí, nos íbamos al Menfis, un pequeño antro que estaba a un tiro de piedra de las oficinas, para tomar un café. Conocíamos al camarero y a un par de clientes que también acudían a esas horas a desayunar, pero intentábamos hablar lo menos posible con nadie. Nuestra vida social se reducía a cero.

           Fedra seguía angustiada, se le notaba en la cara. Realmente había pasado una mala noche. Yo era su pañuelo de lágrimas, mis circunstancias me obligaron a ser fuerte ante las inclemencias mundanas, pero ella era frágil como la porcelana y no podía olvidar todo lo que habíamos pasado.

           ─¿Recuerdas cuando cumplí los catorce años? Cuando me contaste las historias en las que te había metido él. En el fondo, quise creer que no eran ciertas. Creí que me mentías por algún motivo, quizás para hacerme más fuerte.

           ─Deja de pensar en eso Fedra. Aquello ya es historia. Yo ya lo tengo olvidado.

           Sabía que no podría parar de hablar. Fedra necesitaba desahogarse. No me quedaba más remedio que oírla. Al menos, estábamos en la mesa del fondo del café y nadie podía oírnos.

           ─Pero… Cuando me dijo que ya había llegado mi hora, el mundo me cayó encima. Me dijo que aquella noche alguien especial me esperaba en la casa de la montaña. Esa noche, tú descansarías. Dijo que mi belleza no podía desperdiciarse con sus amigos, mi primera noche la había vendido a alguien con mucho dinero.
           »Te vi callada, con un brillo especial en los ojos. Te odié por no defenderme allí mismo, por no pegarle un garrotazo. Me agarró del brazo y me condujo a su camioneta. Tú contemplabas la escena desde la ventana, con un rostro inexpresivo y una mirada ausente. En ese momento me sentí como un cordero que llevan al matadero y presiente cuál será su final.
           »Llegamos a la casa de la montaña. Aquella casa maloliente y llena de mugre atrajo a mi mente la imagen bella de una niñez feliz con nuestra madre. Aquel día él tenía la voz ronca, carraspeaba continuamente, llegué a pensar que se sentía incómodo haciendo aquello. ¡Qué ilusa! Me obligó a ponerme una ropa sofisticada que había comprado para la ocasión y pidió que me quedara esperando en la cama. Le vi sentarse en la mecedora rota que había frente a la ventana. Me dijo que iba a recibir a su invitado y le cobraría de antemano los servicios que yo le iba a prestar.
           »Inquieta por lo que me iba a caer encima, asomé mi cabeza por la puerta de la habitación. Estaba fumando, con los codos apoyados en sus rodillas, mirando por la ventana. Te vi acercándote sigilosa por detrás y un sudor frío recorrió mi cuerpo, comprendí entonces qué significaba tu mirada. No tuvo tiempo de reaccionar. Los navajazos rápidos que le asestaste violentamente por detrás lo dejaron casi muerto. Solo alcanzó a levantar sus ojos, mirarme y decir que sabía que le habíamos matado. Recordaré aquella imagen toda la vida.
           Se sumió en un mar de lloros, empezó a sacar pañuelos de papel y llenó la mesa con ellos como si se tratase de una papelera. El camarero se acercó al darse cuenta de la situación y preguntó si queríamos una tila o algo así.

           ─No te preocupes, mal de amores ¡Ya se sabe! Acércale una tila, anda ─le contesté.

           ─¡Marchando una tila! ─dijo Ramiro.



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