Intentó con todas sus fuerzas quitar aquellas manos ásperas de su cuello. Sentía que se le escapaba el aire. No podía ver su rostro, estaba detrás de ella. ¿Nadie iría a ayudarla?
Recordó una película en la que raptaban a unas chicas jóvenes para venderlas al mejor postor. ¡No podía ser cierto!
La sensación de asfixia la devolvió a la cruda realidad. No querían venderla, querían matarla. Haciendo uso de sus últimas reservas de energía, comenzó a pegar codazos en el cuerpo de su agresor. Empleó sus piernas, pegó patadas como pudo. Clavó los tacones en sus zapatos. ¿Por qué a ella? ¿Alguien podía explicárselo?
Sintió que sus fuerzas mermaban y, como una marioneta de tela, quedó inmóvil, a la espera del fatal desenlace. Notó como su circulación sanguínea se ralentizaba.
María entró en la habitación de su hija, abrió la luz y vio que tenía tapada hasta la cabeza. Le dijo que tenía que levantarse para ir a la universidad. Pegó un tirón de la colcha para destaparla. Vio que estaba toda morada. Un grito de horror inundó la habitación. Tocó su rostro frío. Corrió al teléfono para llamar a su marido.
Con el alma en un puño, regresó al dormitorio de su hija mientras llegaba su marido. La encontró plácidamente desperezándose. Se levantó, le dio un beso y se fue al servicio. María, desencajada, no comprendía qué había pasado. Hubiera jurado que estaba muerta y ahora la veía fresca como una rosa.
Llegó su marido y las encontró: una, muerta por asfixia de colcha, en su cama; la otra, muerta por infarto, en el suelo.
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